LA FRANCIA NAPOLEÓNICA.
El consulado se asentaba sobre las bases de la vieja aristocracia y la burguesía económica, cuyo objetivo fundamental era el restablecimiento del orden interior y exterior.
En el interior, se proclamó la constitución del año VIII (1799), en realidad un texto legal elaborado tras el golpe y sometido a plebiscito para su aprobación. La nueva constitución planteaba una ficción parlamentaria: no incluía declaración de derechos –algo inusual desde la primera- y establecía un sufragio universal masculino condicionado por un sistema de listas indirecto (elección de notables municipales, estos eligen a los del departamento y estos a los nacionales). Se respetaba también de manera ficticia la separación de poderes: el ejecutivo recae en los cónsules, de los cuales el primero (Napoleón) tiene el poder efectivo y los otros sólo una función consultiva. El legislativo se distribuye en cuatro asambleas: El Consejo de Estado, encargado de elaborar las leyes, bajo la presidencia del primer cónsul; un Cuerpo Legislativo, formado por notables y encargado de aprobar o rechazar las leyes; un Tribunado, con carácter consultivo; y un Senado, con derecho para el nombramiento de notables. Con la firma del concordato, Napoleón reconocía la religión católica como la mayoritaria en el país y se comprometía al mantenimiento del clero a cambio de que el papa reconociese la República y la venta de bienes eclesiásticos amortizados por la revolución.
En el exterior, la guerra adoptó un giro favorable. La victoria de Marengo obligó a Austria a firmar la Paz de Luneville y reconocer a “las repúblicas hermanas” de Italia. Con Inglaterra se firmó también la Paz de Amiens, que momentáneamente zanjó las hostilidades entre ambos países por el dominio de los mares.
Tras esto, Napoleón se presentó como el gran pacificador de Francia, y en un plebiscito celebrado en 1802 (conocido como la Constitución del año X) se hizo nombrar cónsul vitalicio. La reanudación de las hostilidades contra Inglaterra y algunos movimientos de jacobinos y realistas serán aprovechados por él para elaborar una nueva constitución, del año XII (1804), ratificada también mediante plebiscito, que confiaba el gobierno de la República a un emperador hereditario. El Consulado se convertía en Imperio y Napoleón Bonaparte en Napoleón I, emperador de los franceses.
La conformación del Imperio Napoleónico cerraba definitivamente el proceso revolucionario, si bien, curiosamente, contribuyó decisivamente a que su ideario se extendiese por Europa entre la soldadesca al ritmo de las diferentes campañas. Imbuido de las ideas racionalistas del pensamiento ilustrado, Napoleón contribuyó a difundir algunos principios revolucionarios coincidiendo con sus pretensiones expansionistas: igualdad legal, abolición del régimen señorial, eliminación de la autoridad pública de la Iglesia, tolerancia religiosa, supresión de los gremios, etc. De hecho, la Restauración política concretada en el Congreso de Viena no sería sólo de índole territorial, sino que se manifestaba especialmente contra la quiebra del Antiguo Régimen representada por Napoleón.
En el interior, se proclamó la constitución del año VIII (1799), en realidad un texto legal elaborado tras el golpe y sometido a plebiscito para su aprobación. La nueva constitución planteaba una ficción parlamentaria: no incluía declaración de derechos –algo inusual desde la primera- y establecía un sufragio universal masculino condicionado por un sistema de listas indirecto (elección de notables municipales, estos eligen a los del departamento y estos a los nacionales). Se respetaba también de manera ficticia la separación de poderes: el ejecutivo recae en los cónsules, de los cuales el primero (Napoleón) tiene el poder efectivo y los otros sólo una función consultiva. El legislativo se distribuye en cuatro asambleas: El Consejo de Estado, encargado de elaborar las leyes, bajo la presidencia del primer cónsul; un Cuerpo Legislativo, formado por notables y encargado de aprobar o rechazar las leyes; un Tribunado, con carácter consultivo; y un Senado, con derecho para el nombramiento de notables. Con la firma del concordato, Napoleón reconocía la religión católica como la mayoritaria en el país y se comprometía al mantenimiento del clero a cambio de que el papa reconociese la República y la venta de bienes eclesiásticos amortizados por la revolución.
En el exterior, la guerra adoptó un giro favorable. La victoria de Marengo obligó a Austria a firmar la Paz de Luneville y reconocer a “las repúblicas hermanas” de Italia. Con Inglaterra se firmó también la Paz de Amiens, que momentáneamente zanjó las hostilidades entre ambos países por el dominio de los mares.
Tras esto, Napoleón se presentó como el gran pacificador de Francia, y en un plebiscito celebrado en 1802 (conocido como la Constitución del año X) se hizo nombrar cónsul vitalicio. La reanudación de las hostilidades contra Inglaterra y algunos movimientos de jacobinos y realistas serán aprovechados por él para elaborar una nueva constitución, del año XII (1804), ratificada también mediante plebiscito, que confiaba el gobierno de la República a un emperador hereditario. El Consulado se convertía en Imperio y Napoleón Bonaparte en Napoleón I, emperador de los franceses.
La conformación del Imperio Napoleónico cerraba definitivamente el proceso revolucionario, si bien, curiosamente, contribuyó decisivamente a que su ideario se extendiese por Europa entre la soldadesca al ritmo de las diferentes campañas. Imbuido de las ideas racionalistas del pensamiento ilustrado, Napoleón contribuyó a difundir algunos principios revolucionarios coincidiendo con sus pretensiones expansionistas: igualdad legal, abolición del régimen señorial, eliminación de la autoridad pública de la Iglesia, tolerancia religiosa, supresión de los gremios, etc. De hecho, la Restauración política concretada en el Congreso de Viena no sería sólo de índole territorial, sino que se manifestaba especialmente contra la quiebra del Antiguo Régimen representada por Napoleón.
LA RESTAURACIÓN.
Tras el Imperio de los Cien Días y la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo (Bélgica, 1815), las potencias victoriosas decidieron reunir en Viena a todos los Estados europeos con la intención de retornar al mundo del Antiguo Régimen y evitar que se produjese una situación similar a la vivida en los últimos años en Francia. Bajo la presidencia del canciller austriaco Metternich y dirigido por Rusia, Prusia, Austria e Inglaterra, el Congreso de Viena llevó a cabo dos importantes acuerdos:
- Reponer en sus tronos a los monarcas depuestos por Napoleón. Y,
- Garantizar el equilibrio y la paz en el continente.
Para ello tomaron como medida la creación de dos alianzas militares: la Santa Alianza, formada por Rusia, Prusia y Austria, comprometida con mantener el orden absolutista en Europa, y la Cuádruple Alianza, a la que se añadía ahora Inglaterra, encargada de velar por los fronteras salidas del reparto producido en Viena. Dichas alianzas estaban reguladas por el principio de intervención, que permitía a un país extranjero invadir otro con la intención de evitar estallidos revolucionarios, y por un sistema de congresos, que solventase los problemas y garantizase el equilibrio continental. Hasta 1822 se celebraron tres de estos congresos en Troppau, Laybach y Verona, este último para dirimir el futuro de la revuelta liberal de 1820 en España.
Tras el congreso de Viena, se restablecieron parcialmente las fronteras anteriores a la época de Napoleón. Se dividió el imperio y francia retornó a las fronteras de 1791. Pero también se produjeron cambios territoriales más profundos:
- Se crearon nuevo estados en torno a Francia, cuya misión era impedir una nueva expansión francesa -o de sus ideas- por el continente: Países Bajos, Confederación Helvética, Piamonte.
- Entre Rusia, Austria y Prusia se repartieron distintos territorios en Europa para impedir que ninguna potencia alcanzara la hegemonía sobre las demás.
Fuera de Europa, Gran Bretaña incrementó su imperio ultramarino y se convirtió en Gran Potencia.
El sistema de la Restauración estaba, sin embargo, condenado al fracaso pues no tuvo en cuenta los logros sociales y políticos de la revolución. Los ideales propagados por los ejércitos napoleónicos habían calado en la población europea, que pronto protagonizó nuevos levantamientos en forma de oleadas revolucionarias.
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