domingo, 7 de noviembre de 2010

Unidad 3. REVOLUCIONES BURGUESAS Y NACIONALISMO. Las revoluciones de 1820, 30 y 48. Unificaciones y disgregaciones.

LAS REVOLUCIONES LIBERAL BURGUESAS DEL SIGLO XIX.
La caída del imperio napoleónico en 1814-15 fue al tiempo el desmoronamiento en Europa -con la sola excepción de Inglaterra- del Nuevo Régimen erigido por la Revolución Francesa de 1789. Las potencias vencedoras intentaron “restaurar” la vigencia del Antiguo Régimen bajo un sistema sólido: el sistema Metternich, fundamentado en el orden político y el tradicionalismo ideológico de autores como Edmund Burke, Joseph de Maistre o Luis de Bonald, quienes se oponen al individualismo y racionalismo del siglo XVIII y propugnaban la necesidad de un Estado fuerte, fruto de la legitimidad, de la jerarquía y de la obediencia. El nuevo sistema tenía como principios programáticos la configuración de un nuevo orden territorial (Congreso de Viena, 1814-15) y la implantación de nuevos instrumentos diplomáticos (Europa de los Congresos) y coercitivos (Santa Alianza y Cuádruple Alianza).
La Restauración fue un sistema político e ideológico creado artificialmente y de espaldas a la realidad, que pretendía el mantenimiento del poder en manos de grupos minoritarios y que ignoraba las nuevas realidades sociales y económicas. El anacronismo político que representaba no encontró más alternativas de escape que la lucha revolucionaria, amparada en premisas liberalistas y/o nacionalistas, y apoyada por nuevas corrientes de pensamiento como el romanticismo.
La historiografía tradicional suele reducir estas manifestaciones revolucionarias a tres concretas, en 1820, 1830 y 1848, cuyo resultado final será la extinción del régimen de la Restauración. Al tiempo, establece para las mismas unos orígenes que trascienden lo meramente político: la existencia de crisis económicas previas (de reconversión a una economía de paz en 1816-17, de subsistencia en 1827 y general en 1846-47) y el asentamiento de la burguesía como clase económica dominante, junto a la aparición de una masa popular y urbana deseosa de mejoras sociales. Todo ello da como resultado revoluciones caracterizadas por la simultaneidad en el tiempo y la homogeneidad de los procesos.
La oleada de 1820 afecta a países como Alemania, España, Portugal, los Estados italianos, Grecia y Rusia, alcanzando también a las colonias españolas y portuguesas en América. Se define por los pronunciamientos militares (golpes de estado protagonizados por el ejército) que intentan acabar con la Restauración y tienen principalmente un componente político: la exigencia de constituciones y reformas liberales que acaben con el reaccionarismo más acusado del Antiguo Régimen y, en general, van a terminar en fracaso debido a la intervención de la Europa de los Congresos. La única excepción la constituye la revolución griega, en la que se asocia también un componente nacionalista para la libración del país del dominio turco y que terminará con la consecución de la independencia en 1830.
La de 1830, supuso la agitación de las sociedades patrióticas. Al componente liberal se añade ahora con más fuerza el componente nacionalista (tras el éxito de Grecia y Latinoamérica) y en lugar del pronunciamiento adoptarán la forma de “jornadas revolucionarias”. Además, el sistema de la Restauración carecía de la fortaleza de 1820, debido a la divergencia de intereses entre las grandes potencias. Por eso, el levantamiento burgués de Francia se extenderá rápidamente a Bélgica, triunfando en ambos países, y más tarde a Polonia, Alemania, Italia, Suiza, Gran Bretaña y España donde serán controlados de una u otra forma.
Finalmente, la de 1848, gestada por las convulsiones sociales derivadas de la nueva sociedad industrial, y con la activa participación del proletariado, planteaba incluso la superación del ideario liberal moderado y la asunción de doctrinas democráticas. De los tres ciclos revolucionarios será el más trascendente, no tanto por el éxito de las sublevaciones -pues conoce también importantes fracasos- como por sus repercusiones. El triunfo de una de estas revoluciones será considerado el triunfo de la democracia. Y las revueltas nacionalistas terminarán por modificar el status quo salido de Viena. Finalmente, los movimientos obreros impedirán una vuelta atrás en el proceso político europeo, que se desvincula definitivamente de cualquier recuerdo del Antiguo Régimen.
El estallido revolucionario se inicia nuevamente en Francia, con las “jornadas de Febrero” (que conducirán finalmente al poder a Luis Napoleón), y desde allí se extiende por Italia, Austria y Alemania, donde se combinan las motivaciones políticas y nacionalistas. En otras zonas de Europa la revolución se dejó sentir también aunque con una incidencia menor, así por ejemplo: Bélgica, Holanda, Dinamarca y Suiza. En España las intentonas revolucionarias de Madrid y Sevilla entre los meses de marzo y mayo serán abortadas por la enérgica represión del gobierno de Narvaez.

LAS UNIFICACIONES NACIONALES.

Tanto en Italia como en Alemania la aspiración unitaria, manifestada desde principios del s. XIX, tiene fuertes raíces populares, progresa asociada a las reivindicaciones liberales (especialmente en Italia) y ha ensayado abrirse paso en las revoluciones de 1830 y 48. El fracaso de esta última, lejos de debilitar, acrecienta el espíritu nacionalista, pero también desplaza el protagonismo popular en beneficio de las iniciativas de estados hegemónicos: Piamonte y Prusia.
En Italia, partir de 1848 y tras el nuevo fracaso revolucionario, crecerá el sentimiento nacionalista asociado a las ideas de concentrar la unificación en torno al Piamonte, el único estado con dinastía italiana (Casa de Saboya), con un régimen constitucional (“Statuto da 1848”) y modernizado gracias al conde de Cavour, líder de Il Risorgimento y verdadero artífice de la unificación. El proceso de unificación se desarrollará a través de dos fases evolutivas: Inicial, entre abril de 1859 y marzo de 1861, que implica la expulsión de Austria de los territorios del norte y de los borbones en el sur, así como la elección de Vittorio Emmanuelle II como rey de Italia. Y Culminante, entre 1866 y 1870, que supone la incorporación del Veneto y la toma de Roma a Pío IX.
En Alemania, el proceso unificador se hará bajo un signo esencialmente conservador, fundamentado en premisas ideológicas, ligadas al romanticismo alemán a partir de autores como Herder, Fitche o el mismo Hegel, y económicas, a través de la creación en torno a Prusia del Zollverein o Unión Aduanera Alemana desde el 1 de enero de 1834, que se tradujo en un rápido fortalecimiento de los lazos comerciales entre los distintos Estados con eje en Prusia. A igual que en el Italia, se desarrolló en sendas fases: una inicial de Fortalecimiento de Prusia (1850-1864), caracterizada por el aislamiento de Austria y la llegada al poder del canciller Bismark, quien pondrá en marcha una política de unificación, vía militar, concebida como instrumento para la grandeza de Prusia. Otra final caracterizada por las Conquistas militares (1864-1871), que concluye con la formación de la Confederación de Alemania del Norte en torno a Prusia (1866) y la proclamación del II Reich bajo la presidencia del rey de Prusia, tras la guerra francoprusiana, al que se unirán también los estados alemanes del sur, quedando fuera Austria.

4.3. LAS DISGREGACIONES NACIONALES.

En los grandes imperios europeos el nacionalismo se tradujo esencialmente en fenómenos de independencia de pueblos que habían estado mucho tiempo sometidos. Afectó especialmente a los Imperios Austríaco y Turco.
En el primero, los principales conflictos se plantean entre Hungría frente a Austria, los rumanos frente a los húngaros en Transilvania y los eslavos contra los austríacos y los húngaros: en el norte, checos y eslovacos; en el sur, eslovenos, croatas y serbios. La derrota en la guerra austro-prusiana de 1866, condujo un año más tarde a la firma del Ausgleich, que suponía un reparto de competencias entre Austria y Hungría y sacrificaba a los demás pueblos de la monarquía. El nuevo territorio personificado en la figura del emperador pasaba a denominarse imperio austro-húngaro, con dos territorios autónomos separados por el río Leitha: Cisleithania (gobernada por Viena) y Transleithania (gobernada por Budapest). La monarquía dual se mantuvo hasta 1918 con bastantes dificultades y en el momento crítico de una prueba bélica demostró una ineficacia absoluta.
En Turquía el nacionalismo independentista llegó muy pronto como consecuencia de un dominio despótico que se prolongaba desde el siglo XV. Las revoluciones de 1820 habían afectado como vimos al Mediterráneo oriental, consiguiendo la independencia de Grecia en 1830 y cierta autonomía para los territorios de Serbia, Valaquia y Moldavia. Se trataba de los primeros pasos de lo que se ha dado en llamar “la cuestión de Oriente”, un complejo problema de política internacional en el que se mezclaban los intereses de los zares, con los de las nacionalidades eslavas de los Balcanes y en un contexto de franca decadencia del Imperio Turco. El principio del fin de la Sublime Puerta encontrará como escenario la Guerra de Crimea (1853-56), que la enfrentó a Rusia con el apoyo de las potencias europeas. De resultado incierto, sin embargo, lo acuerdos de Paz en París (1856) clausuraban definitivamente la Europa de los Congresos y dejaban el camino libre a las modificaciones territoriales en Europa y especialmente allí. El Tratado de San Estéfano (1878) y el Congreso de Berlín, de ese mismo año, certificaban la complejidad política de un problema aún por resolver.

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